sábado, 16 de enero de 2010

LA FLORISTA DE VIADUCTO TLALPAN

Sobre un montículo de tierra seca al borde de la avenida Viaducto-Tlalpan, de la Ciudad de México, se ve diariamente a María, una anciana con los brazos extendidos que sobre el panorama urbano, parece un espectro flotando en el aire. En sus deformes manos aprieta un ramillete de rosas que ofrece a los automovilistas que por allí pasan a mediana velocidad. A su lado siempre tiene una cubeta con otros cuantos ramilletes que se van marchitando bajo la inclemencia del sol. Su rostro denota la ansiedad de quien sabe que de esa venta no solamente depende su subsistencia sino la de otros seres que la esperan en su vivienda improvisada con lata y toda clase de sobrantes de la construcción.

Se hace cargo de dos niños que sus padres abandonaron por perseguir “el sueño americano”. A pesar de la artritis que la devora, cuida como abuela amorosa a las criaturas, y aunque vive en una zona urbana, tiene también cuatro gallinas, un gallo y una cabra que le retribuyen en especie la comida que les da. Cada fin de mes, sabe que al llegar a su casucha, la esperan dos inspectores del Gobierno de la Ciudad, que la sobornan por ser invasora de un predio del Estado. Estos sujetos le inspiran un gran temor, no sólo porque le quitan más de la mitad de sus exiguas ganancias, sino porque ve en ellos una amenaza a su libertad, pues María, desde su juventud, es una prófuga de la justicia.

Una de tantas noches, tendida sobre el petate, frotándose los pies, para aminorar el cansancio y el dolor, y con la vista perdida en el techo de lata, su mente comenzó a proyectar, uno a uno, los episodios de su vida.

Cuando tenía diecisiete años atendía las mesas en el bar de su padre en Tijuana, México. Fue abandonada por la madre desde recién nacida; no conoció la ternura de un regazo ni la dulzura de unas manos protectoras. Su padre era un hombre agresivo y alcohólico que no controlaba su carácter violento y tenía una cultura machista sembrada desde la cuna. María creció al compás de golpes y desamor. Sin embargo, como un milagro de la misma naturaleza, su carácter era sereno y firme. Su figura esbelta simulaba una gacela entre el fango, defendiéndose de sus depredadores. En su rostro moreno y de rasgos nativos, destacaban la sonrisa tímida de la orfandad, y unos expresivos ojos de un obscuro insondable .

Entre los clientes que visitaban asiduamente el establecimiento se encontraba Antonio, un hombre maduro y corpulento, con el cabello rubio que le caía sobre una tez blanca. En su cuello siempre brillaban varias cadenas de oro y una medalla de la Virgen de Guadalupe. Derrochaba a manos llenas todas las noches que visitaba aquel lugar y entraba ruidosamente con un séquito de hombres armados. Dirigía varios negocios de dudosa legalidad, así como la vida de muchas personas que estaban a su alrededor. Llevaba una estrecha amistad con el Obispo de la Diócesis a quien daba jugosos donativos en nombre de la Guadalupana. Desde niño se fugó de su casa en donde sólo recibía malos tratos, y empezó a hacer dinero en las calles con actos de vandalismo. Poco a poco se fue infiltrando en las filas del narcotráfico hasta lograr una posición privilegiada y construyó una red de crimen organizado. Las autoridades, tanto lugareñas como federales protegían sus intereses, y Antonio, a cambio, les depositaba en bancos del extranjero grandes sumas de dinero y les conseguía mansiones en el territorio nacional y fuera de él. Era conocido en todos los grandes prostíbulos y bares de Tijuana y sus alrededores Este hombre puso los ojos en María, y noche a noche endulzaba sus oídos con piropos y promesas de una vida mejor. La insistencia dio sus frutos. Ignorante de la vida real de este hombre, y cansada de los malos tratos del padre y de las muchas carencias, una fría noche de diciembre decidió escapar con Antonio. Puso en una pequeña valija ropa y lo que había logrado ahorrar de las propinas que algún que otro cliente generoso le daba sin exigirle.

Esa noche, estrellada y cálida en la ciudad del placer, ciudad acondicionada para la complicidad y para el solaz de los vecinos de los Estado Unidos de Norteamérica, María entró a una lujosa camioneta y minutos después a una casa que ni siquiera había visto en sus peores pesadillas, pues su grotesca suntuosidad le inspiró temor y desconfianza. Rodeada de grandes jardines y un zoológico del que salían lastimeros rugidos que se llevaba el viento que serpenteaba entre los árboles, y opacaban el ruido del agua que caía desde altas fuentes rocosas, se encontraba la mansión. La extravagante fachada con curvas, florituras y máscaras sonrientes recordaba el barroco siciliano de principios del siglo XVII. Todo su interior conservaba la misma tónica. La recién llegada creyó estar soñando pero despertó cuando escuchó la voz de Antonio: –Mañana te compraré ropa adecuada a tu belleza, le dijo, mientras la abrazaba con fuerza para besarla. La muchacha forcejeó y evadió el intento. -Si crees que vas a estar aquí como princesa y de gratis, te equivocas, muchachita- María abrió desmesuradamente los ojos y sintió que las piernas se le doblaban.¡Esto no era lo que me había prometido!, pensó. Se vio prisionera y sin escapatoria. Alrededor de la casa se movían de un lado a otro, individuos con armas en el cinto. Y esa misma fría noche de diciembre, en una mullida cama y entre sábanas de seda, desaparecieron, junto con su virginidad, sus sueños de adolescente.


Durante ocho meses, a medida que crecía una criatura dentro de su cuerpo, María fue testigo, y parte, del correr de las drogas y del dinero que ellas producían. Su juventud y el candor que emanaba su rostro, no levantaban sospechas. Vigilada y bajo amenaza de muerte, la joven tenía que cumplir las órdenes de Antonio y se convirtió en el enlace perfecto en la frontera mexicana y estadunidense. Un rictus de amargura se iba dibujando en su rostro, y los pocos momentos que tenía para sí, caminaba por los inmensos jardines de su prisión, imaginando a cada paso que daba, alguna forma de escapar. Faltaba poco para que su hijo naciera y ella sabía que una vez que saliera de su vientre, Antonio se lo arrebataría para venderlo por una sustanciosa cantidad de dinero, pues el tráfico de infantes también era parte importante de sus negocios y ella estaba segura de que no por ser su hijo, él iba a actuar diferente.

A veces, se sentaba a platicar con Juan, el mayordomo, un hombre entrado en años pero con una estructura corpórea de luchador experimentado. Le había tomado cariño a María por el trato amable de ella hacia él, y porque le recordaba a la hija que había perdido tratando de cruzar la frontera hacia el país del norte.


Una noche, antes de que su dueño y verdugo llegara a la casa y cuando la servidumbre se había retirado a dormir, María sacó de la cocina el cuchillo con el que los días de festejo en la casa, se le abría el estómago a los cerdos que usaban para el festín. Necesitaba fuerza, decisión y olvidarse de su pudor y honradez para lo que iba a cometer, pero por más que lo había estudiado no encontraba otra forma de proteger al hijo que llevaba en sus entrañas y librarse de su carcelero, que además, se repetía ella, como una justificación más, era un ser despreciable que no merecía vivir. Ya en la recámara, escondió el cuchillo debajo de su almohada y fingió dormir. Pocas horas después llegó Antonio con los ademanes de poderío y posesión de siempre. Se notaba que había bebido licor en exceso, y María pensó que eso le favorecería para su plan. Cuando el hombre, entorpecido por el alcohol se abalanzó sobre ella para poseerla, sólo alcanzó a dar un grito que recordó al de los cerdos en el momento del sacrificio, y un chorro de sangre bañó en cuerpo de la mujer, quien había hundido hasta la cacha, el cuchillo en el estómago del amante. Quedó paralizada.

Cuando pudo reaccionar, temblorosa, y con un sentimiento de culpabilidad que la acompañaría toda su vida, apartó del suyo el cuerpo aún tibio del hombre, y tambaleando se acercó al armario sacó la valija que tenía preparada y escondida y se vistió quitando antes toda huella de sangre de su cuerpo. Temía que los guardias hubiesen escuchado el grito de Antonio, y con sigilo llegó rápidamente hasta el área de la servidumbre. Arriesgándolo todo, despertó al mayordomo.- Juan, Juan, le dijo al oído sacudiéndolo para despertarlo: -ábreme la reja de atrás porque necesito salir de esta casa, mi hijo corre peligro y no lo voy a permitir-.El hombre no podía creer lo que oía. Medio dormido se incorporó: –Pero señora, si el jefe lo sabe me matará. – No lo sabrá nunca, Juan, tu jefe está muerto. -¿muerto? ¿cuándo? ¿a qué horas? ¿quién lo mató? No sé nada, Juan, y ábreme, porque voy a parir muy pronto y necesito llegar cuanto antes a un hospital. Aturdido el hombre le dijo: -Saque usted misma las llaves del cajón y así podré decir que las robó mientras yo dormía- No lo olvidaré nunca, Juan, y con un abrazo la mujer se despidió. El hombre creía estar soñando y se sentó al borde de la cama repitiéndose una y otra vez que valía la pena haber ayudado a la madre para salvar a las dos criaturas, de tanta porquería que se escondía en esa mansión. María tenía que atravesar un gran jardín y llegar hasta la cerca. En su estado no era fácil moverse con agilidad, pero el terror y la decisión de huir le dieron las fuerzas que necesitaba y como un felino se deslizó. Aparentemente nadie había escuchado nada y los guardias se movían en sus rutinas ya muy conocidas por ella.

Fuera de su “prisión” caminó sin descanso por calles oscuras hasta alejarse lo suficiente para no ser alcanzada. A cada sonido de pasos de personas o de perros y gatos husmeando en los basureros, saltaba su corazón como si fuera a salírsele del pecho A primera hora de la mañana, cuando el sol apenas comenzaba a despuntar, María subió a un autobús. Le parecía que el vehículo no se movía lo suficientemente rápido y a cada instante miraba hacia atrás esperando ver algún coche de la “mansión”, ya no para hacerla prisionera sino para matarla. Después de muchas horas de angustia, María llegó a la Ciudad de México, en donde le esperaban, además de parir a su hijo en un centro de salud, el hambre, la soledad, las enfermedades, una cadena de sinsabores, el envejecimiento paulatino y una lucha sin cuartel para mantener a su hijo y sobrevivir.

Tocó muchas puertas pidiendo empleo, pero con un hijo a cuestas y su cara que reflejaba miedo, culpa y una honda tristeza, nadie la tomó en cuenta por muchos días. Finalmente logró que la emplearan como camarera en un hotel de encuentros casuales. Sin embargo, su sentido de culpabilidad se acrecentaba día con día, y se había apoderado de ella un delirio de persecución que no la dejaba en paz. Cada que la llamaba el jefe, su impulso era el de esconderse. Por las noches, y en sueños, volvían a su mente los hechos pasados y despertaba bañada en sudor, con la impresión de que era sangre lo que mojaba su cuerpo. Cualquier amabilidad hacia ella, de los hombres que formaban el equipo de trabajo, la tomaba como un preámbulo de violación. Se escondía en sí misma como una paloma herida, y jamás volvió a sonreír. Un día decidió que se iría nuevamente a las calles para poder huir sin que nadie indagara sobre su vida o la acorralara. Ahorró lo suficiente para el sustento de ella y su hijo y para levantar un techo en algún lugar aislado mientras encontraba en que ocuparse libremente.

Hoy, todos los que pasan por Viaducto Tlalpan, la ven, con un pañuelo amarrado en la cabeza y con los grandes surcos que ha dejado el tiempo y la amargura en su rostro, sobre un montículo de tierra seca y escondiendo, detrás de un ramillete de flores que ofrece a la venta, las huellas de su trágica existencia.

Margot Carrasquilla Múnera
Cuento basado en una historia real.
(Derechos reservados)

NO SÉ POR QUÉ

Tengo una tristeza de
siempre amordazada en la arena.
De reptil crucificado en el fuego
De un dios sorprendido ante su propio fango.

Tengo una tristeza tan grande
que me duelen las manos,
que no comprendo la risa del que pasa,
ni la flor que se enciende.

Que no sé por qué nadie
está llorando a mi lado...
ni sé por qué me sostiene más la tierra
con este peso tan grande
que no me cabe ya en el alma...