sábado, 21 de febrero de 2009

DOS MUERTES AL ATARDECER *

- Juan, ¡Levántate que ya nos tenemos que ir ! - Pedro sacudió varias veces a su hermano y se fue a la cocina a preparar café. La madre al oír los movimientos, se paró también. –Jefecita, danos la bendición que ya salimos al puerto por la mercancía. Si no llegamos temprano no encontramos palmera en el punto que la necesitamos- Doña Julia, medio adormilada, los bendijo y prendió una veladora pidiéndole a la Virgen de Guadalupe que sus hijos regresaran sanos y salvos. Esto lo hacía cada mes, cuando los muchachos tomaban carretera.
Eran las cuatro de la madrugada cuando Juan y Pedro Rodríguez salieron de su casa, ubicada en un antiguo pueblo de Tlalpan, ahora colonia proletaria de la Ciudad de México. Allí, en esa casa, quedaron el olor a café, la madre de ellos, dos hermanas adolescentes, y unos pocos enseres que denotaban, no miseria, pero sí la pobreza que envuelve la subsistencia de la gran mayoría del pueblo mexicano. –Tienes que meterle velocidad, Pedro, para que lleguemos antes de la nueve de la mañana al puerto de Veracruz. –Sí, pero espero que esta pinche camioneta responda.
La familia Rodríguez se dedicaba a tejer petates, canastos y cualquier artículo que se pudiera fabricar con palma. Llevaban a vender, por mayoreo, los productos a los grandes mercados de la ciudad, y de ello vivían. Vinieron de un pueblo olvidado del estado de Michoacán, en donde, como en muchos otros pueblos de la República mexicana impera el éxodo constante de padres de familia, mujeres y hombres jóvenes y no tan jóvenes, hacia los Estados Unidos de Norteamérica. Buscaban en la capital por lo menos una condición humana digna. No les fue fácil. Tuvieron que seguir dependiendo de la artesanía.
-¿Recuerdas, Juan, cuando éramos niños, allá en el pueblo? También nos parábamos tempranito para ayudarle a nuestra jefecita a cargar el agua y a llevar las cuarto cabras a pastorear.
-Cómo olvidar, Pedro, si tú, como hermano mayor me carrereabas todo el tiempo desde que nuestro jefe nos abandonó. Después de tomar café con tortillas nos íbamos caminando hasta la escuela y tú me llevabas a rastras. ¿Recuerdas a la maestra Lupita? Estaba rechula y yo soñaba con que fuera mi novia. –Lo que yo nunca podré olvidar, Juan, es cundo el jefe llegó con una camioneta grandota y nuevecita, y tú y yo, rete contentos, nos metimos a tocarle todo y...sácatelas, que nos bajó él del cabello y tremenda paliza que nos dio...Todavía me duele...pero lo que más me duele es que desde ese día no lo volvimos a ver ni a saber de su existencia. Sólo llegó a dejarle a la jefa unos cuantos dólares que ella todavía guarda en una caja debajo de su cama pues dice que es dinero “maldito”.
El sol comenzaba a teñir el horizonte, la mañana era fresca y hasta ellos llegaba el aroma de la tierra húmeda, de los pastizales y del humo de las chozas. Se oía el mugir del ganado y, poco a poco, todo este entorno les fue borrando el pasado y llenando la mente de optimismo y deseos de vivir. “La verdadera riqueza es esta”, pensó Pedro, y continuó dándole duro al acelerador.
A los veintitrés y veinte años, los dos jóvenes también acunaban sueños. Pedro estudiaba la preparatoria abierta porque quería llegar a la universidad y estudiar una carrera que le permitiera sacar de la pobreza a su madre y a sus hermanas, y más tarde, formar un hogar propio. Juan por su parte, estudiaba mecánica por correspondencia y soñaba con instalar un gran taller en una colonia de buen nivel para hacerse de mucho dinero. Y con estos pensamientos, llegaron al puerto.
Regatearon en un lugar y otro hasta encontrar la palma adecuada y a buen precio. Cargaron la camioneta hasta el tope. Visitaron a dos o tres familias amigas, comieron un taco y se encaminaron rumbo a la Ciudad de México. El regreso fue más lento por el peso que traía el vehículo, y el tiempo se les acortaba rápidamente.
Atardecía. El sol le daba las últimas pinceladas a los maizales y a las llanuras, y de repente, se ocultó dejando espacio a las sombras que comenzaron a formar la noche. Los dos jóvenes seguían recortando la distancia y platicando del presente y el futuro, cuando al salir de una curva vieron unas luces intermitentes a la orilla de la carretera. Bajaron la velocidad y se estacionaron a prudente distancia del carro accidentado. Cuando vieron que era una conductora, que estaba sola, y que pedía ayuda, se bajaron de inmediato.
Juan, que ya entendía bastante de mecánica, en poco tiempo echó a andar el vehículo. La mujer agradecida les dio sus datos personales y les ofreció cualquier ayuda que estuviera a su alcance. Se despidieron con la promesa de volverse a ver en la Ciudad de México.
En minutos siguió su camino dándoles a sus benefactores un adiós por la ventanilla de su auto. Los jóvenes, limpiándose las manos con una estopa, comenzaron a caminar de regreso a su camioneta. Como de la nada un autobús apareció saliendo de la curva a gran velocidad, e invadiendo parte del acotamiento. Rechinaron las llantas y desapareció en segundos. Entre el polvo y la estela de humo que dejó, se alcanzaron a ver dos cuerpos tendidos sobre un charco de sangre.
Dos días después, la madre de Pedro y Juan reconocía en la morgue lo que había quedado de sus hijos. La policía de tránsito decomisó la camioneta que pertenecía a la familia, y nunca les fue devuelta, así como jamás se supo quien fue el chófer criminal, y mucho menos a qué empresa pertenecía el autobús que él conducía a exceso de velocidad.

* Basado en un hecho real, acontecido a habitantes de uno de los pueblos de Tlalpan, D.F. que está cerca de mi domicilio.

Margot Carrasquilla Múnera
21/02/09 Registrado en D.A.

domingo, 1 de febrero de 2009

SUEÑOS

Ni la abyección
ni la locura
ni la desilusión ingrata
ni el conocimiento
de la verdad más pura
pueden extirpar
los sueños
en todos los cerebros
hay esperanzas
ilusiones...

sueños
sueños
el sueño azul
alado casi siempre y
casi siempre el primer sueño

el sueño rojo

los de la pasión
y del amor
de la ambición
y de la guerra

y los sueños negros...
el de los necrófilos
y desposeídos...

el sueño de la tristeza
y la melancolía
de los que tienen como norte
o como guía
besar a la
noche en
la boca
húmeda
y fría

el sueño negro
de los que aman las nieblas
y las alas de
las aves negras

aman la quietud de una piedra
las distancias ignoradas
las sombras sórdidas
de un túnel

y aman la yedra trepadora
que se mastica el lomo de las paredes
viejas
porque
aman
el silencio de la soledad
y aman
la soledad de la muerte.

Margot Carrasquilla Múnera
10/02/09 Registrado en D.A.

SUEÑOS

(Poema)